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TRETYA PLANETA (1991)

Ficha técnica

Título castellano: El tercer planeta
Título inglés: The Third Planet
Nacionalidad: URSS
Productora: Lenfilm Studio
Dirección: Aleksandr Rogozhkin
Guion: Aleksandr Rogozhkin
Dirección de fotografía: Nikolai Stroganov
Música: Gennadi Belolipetsky   
Intérpretes: Anna Matyukhina, Boris Sokolov, Svetlana Mikhalchenko, Konstantin Polyansky, Georgi Pankratov
Duración: 99 m.

Cuando a finales de los años setenta los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy escribieron su Picnic extraterrestre, retomaron la idea de un espacio de exclusión que siempre había funcionado extraordinariamente bien en los relatos fantásticos, estableciendo la alegoría sobre un territorio vedado a las miradas y las presencias incómodas, pues en sus límites se fundaba la frontera entre lo prohibido y lo permitido. Esa dicotomía dentro/fuera supone un jugoso fruto para jugar a las adivinanzas: ¿qué se esconde en su interior? ¿quién se interesa tanto en su clausura? ¿por qué nos reclama con su poderosa voz? Al fin y al cabo, cualquier espacio cerrado reclama ser abierto para observar lo que encierra, pues el ser humano no habría llegado a donde está si no fuera por su insaciable curiosidad. Así pues, la tentación está servida.

La Unión Soviética siempre fue un espacio clausurado a las indiscretas miradas del resto del mundo, pero en su interior también contenía subdivisiones espaciales vetadas para sus propios ciudadanos: bases militares secretas, silos de misiles, gulags, etc. Áreas cercadas por miles de kilómetros de alambrada [1]. Pero el accidente de la central nuclear de Chernóbil generó en 1986 otro tipo de territorio, uno que provocaba tal pánico con solo nombrarlo que no era necesario su aislamiento mediante un cercado: el terror estaba en el aire, en el hecho de estar dentro de sus límites e inspirar su tóxica atmósfera, exponiéndose a una inexorable y lenta muerte.

Ese espacio aislado e indeterminado tuvo, pues, varios niveles de evolución: los Strugatskiy lo crearon sobre el papel, el realizador Andrei Tarkovsky lo filmó, y la realidad terminó por darlo forma, estableciendo su dimensión tangible y bautizándolo para siempre con el mítico nombre de «la zona» [2], el espacio maldito por antonomasia que genera leyendas de todo tipo. Terroríficas para la mayoría, sagradas para unos pocos.

Sobre esta base, el director y guionista Aleksandr Rogozhkin trató de actualizar en esta Tretya planeta los paisajes de Stalker (1979), incluyendo en el itinerario de los protagonistas paisajes arquitectónicos similares a la devastada Prípiat y exuberantes bosques, donde la Naturaleza invade lo que el ser humano ha abandonado. El viaje de ese padre que desea una cura para la enfermedad de su hija, comenzando en un país capitalista —que, a pesar de su abundancia, no logra ofrecerle una solución—, recala en la Zona, un espacio del que se sabe tan poco que aquello que se ha escrito sobre sus habitantes tiene que ver más con la leyenda que con la realidad: sus mutaciones les emparentan con la divinidad en el imaginario colectivo, y los que allí acuden terminan por ser víctimas de su propia desesperación —pues los poderes de estos seres, aunque mágicos, no pueden obrar el milagro.

Es este punto la principal virtud de un film —por otro lado, repleto de defectos, tanto argumentales como propiamente cinematográficos— donde se expone el choque entre la fantasía y la realidad: el padre acaba maldiciendo las páginas donde leyó relatos que tomó como reales, pero que al fin y al cabo eran pura ficción, simple literatura. El territorio acotado y prohibido no esconde la mágica salvación del cuerpo, sino la del alma, pues su tesoro oculto se compone de la libertad de unos individuos en comunión con la Naturaleza. Confinados a unos límites estrictos, sí, pero viviendo en una perpetua primavera, donde la única economía conocida es el trueque y la sexualidad se vive abiertamente, sin sentimiento de culpa o pecado. ¿Es la Zona un recuperado Paraíso original,  el «tercer planeta» al que deberíamos emigrar? Tal vez, pero lo que está claro es que, más allá de sus límites, solo hay invierno y muerte, un paisaje apocalíptico que enuncia el inexorable fin del homo sovieticus. Ese mismo año de 1991 se arriaba la bandera roja en el Kremlin. Profecías a parte, era la crónica de una muerte anunciada.
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[1] Elemento destacado por el reportero polaco Ryszard Kapuścińsk en su obra El imperio (1994), donde se pregunta cuántas miles de toneladas de acero y cuántos rublos costaría a las arcas soviéticas la construcción de dicha cerca de alambre.

[2] Término que también da nombre a una magnífica serie de televisión producida por Movistar+ en España, dirigida y escrita en 2017 por otro par de hermanos, los Sánchez-Cabezudo, y que también retrata las consecuencias de un accidente nuclear. Las similitudes entre ambas obras son, cuanto menos, significativas.